sábado, 8 de diciembre de 2007

Resacas de Benjamin: la ciudad y el inconsciente óptico

Mientras decidimos cómo podemos dar forma a eso “hiper-inter-textual” que se supone que ha de ser un blog, yo os voy a contar mi película que, honestamente creo, es tan personal que resulta difícil que interese a otro que no sea yo, y menos si ninguno tenemos apenas tiempo para nada. Pero en fin, por aquello de estrenarme en nuestro blogg, ahí voy. Siguiendo los ecos que me dejó la charla circunvalar, in-concluyente e irritantemente interesante que nos inspiró Benjamin el otro día, sigo aquí con mi lectura de este autor. Voy a ver si soy capaz de contar por y para qué me parece sugerente, en el estudio de la ciudad, su concepto de “inconsciente óptico”. Como sigo bajo los efectos de la resaca benjaminiana, en vez de ir de frente a la cosa voy a dar unas cuantas sinuosas vueltas, a ver si en el trayecto se ilumina algo (o no, que todo es posible.) El siguiente es un fragmento de un libro de George Perec; una especie de descripción reflexiva sobre la experiencia de circular por una ciudad extranjera.
Ciudades extranjeras Sabemos ir de la estación o del air terminal al hotel. Queremos que no esté demasiado lejos. Nos gustaría estar en el centro. Estudiamos cuidadosamente el plano de la ciudad. Vamos repertoriando los museos, los parques, los lugares que nos han recomendado que veamos a toda costa. Vamos a ver los cuadros y las iglesias. Nos gustaría mucho pasearnos, callejear, pero no nos atrevemos; no sabemos ir a la deriva, tenemos miedo de perdernos. Incluso no andamos de verdad, vamos siempre a toda prisa. No sabemos muy bien qué mirar. Casi nos emocionamos si nos topamos con la oficina de Air France, casi a punto de llorar si vemos Le Monde en un quiosco de periódicos. Ningún lugar se deja atar a un recuerdo, a una emoción, a un rostro. Repertoriamos salones de té, cafeterías, milk-bares, tabernas, restaurantes. Pasamos delante de una estatua. Es la de Ludwig Spankerfel di Nominatore, el célebre cervecero. Miramos con interés unos juegos completos de llaves inglesas (nos podemos permitir el lujo de perder dos horas y nos paseamos durante dos horas; ¿por qué nos atraerá esto más que lo otro? Espacio neutro, todavía no conferido, prácticamente sin referencias: no sabemos cuánto tiempo hace falta para ir de un sitio a otro; de golpe nos damos cuenta de que vamos terriblemente adelantados). Dos días pueden bastar para que empecemos a aclimatarnos. El día que descubrimos que la estatua de Ludwig Spankerfel di Nominatore (el célebre cervecero) está sólo a tres minutos del hotel (al final de la calle Prince-Adalbert) mientras que antes empleábamos una larga media hora para llegar allí, empezamos a tomar posesión de la ciudad. Lo cual no quiere decir que empecemos a habitarla. A menudo guardamos de estas ciudades el recuerdo de un encanto indefinible a pesar de haberlas rozado sólo ligeramente: el recuerdo mismo de nuestra indecisión, de nuestros pasos vacilantes, de nuestra mirada que no sabía hacia qué volverse y que no se emocionaba con casi nada: una calle casi vacía con grandes plátanos (¿eran plátanos?) en Belgrado, una fachada de cerámica en Sarrebrück, las cuestas en las calles de Edimburgo, la anchura del Rhin, en Bâle, y la cuerda –el nombre exacto sería el andarivel- que va guiando la balsa que lo atraviesa… George Perec, en Especies de espacios
Me gustó este texto cuando lo descubrí, porque refleja muy bien esa experiencia de “pequeño desarraigo”, similar a una especie de desconcierto en lo sensorial y en lo emocional, que sucede al que visita o se instala en una ciudad extraña. Me gustó el texto, además, porque de esa experiencia no se habla mucho, quizá porque se recuerda mal; es como si desapareciera de la memoria una vez se “toma posesión de la ciudad”, o se abandona definitivamente para guardar de ella, tantas veces, “el recuerdo de un encanto indefinible”. De cualquier forma ese “desarraigo” inicial –nada “encantador” sino inquietante, desazonador, amenazador incluso- del que habla el texto, normalmente se olvida y casi nunca forma parte del recuerdo que guardamos de la ciudad y, menos aún, de lo que contamos, sobre ella, a otros. En otro sentido me gustó el texto también: porque, a mi modo de ver, relaciona esa experiencia de desazón en la ciudad extranjera no (o no directamente) con el hecho de no conocer a nadie en ella y estar solo, o ser, en sentido social, un extranjero; sino con el paisaje urbano, con la misma forma física de la ciudad, que entra primeramente por los ojos. Cuando lo leí relacioné el texto de Perec con mi propia experiencia de ciudades extranjeras. Recordé sobre todo la primera vez que llegué a Davis, en California, que puedo describir fácilmente si digo que es un ejemplo típico de pequeña ciudad universitaria norteamericana, pero que a mi llegada me pareció lo mismo que un paisaje lunar: totalmente extraño y desorientador. Llegué desde el aeropuerto de San Francisco, que está como a hora y media, en una especie de furgoneta-taxi que circuló lo que me parecieron horas por autopistas de mil carriles, y luego fue dejando uno a uno a los pasajeros –todos estudiantes y profesores americanos y extranjeros- a la puerta de casas más o menos diseminadas o linealmente agrupadas en calles anchas, tranquilas y llenas de árboles (en el servicio de reserva de plaza del taxi por internet los pasajeros teníamos que dar la dirección a donde íbamos, de manera que el conductor no preguntaba nada, sólo gritaba el nombre del pasajero cuando paraba delante de una de aquellas casas). Mi pregunta interior constante era: ¿esto YA es Davis?, lo cual quería decir: ¿pero dónde está LA CIUDAD –o el pueblo, lo que sea? Para mi debía de haber una especie de núcleo, de corazón urbano, donde habría tiendas, y gente, y circulación… pero no lo había (más adelante descubriría el “downtown”, que tampoco iba mucho más allá en mi idea de lo que debía ser una “ciudad” -parecía un poco como el decorado de la Calle Mayor de una película del Oeste). Total que el “urbanismo disperso” típicamente gringo, no sólo me sorprendió profundamente sino que me desorientó y me produjo una sensación desagradable, no sé si de temor, desconcierto y repliegue. Recuerdo durante los primeros días el tener una sensación constante de extrañeza y, lo que me interesa destacar aquí, recuerdo que era una sensación que directamente tenía que ver con una forma espacial de la ciudad que yo veía extraña. Y con una sensación de “falta” de algo en la misma dimensión de lo físico y de lo visual. Las formas de las casas, las alturas, los materiales de los edificios, la disposición de las aceras… a ese nivel de aspectos visuales estaba “lo raro”. Las primeras semanas viví en una casa-hotel que estaba al final del mundo y al borde de una autopista, y tenía enfrente una gasolinera con un supermercado. Una noche quise comprar algo, y recuerdo que, al ir a cruzar la carretera por el semáforo más cercano, me invadió una sensación de desorientación total porque no entendí ni las marcas en el suelo, ni cuál era el semáforo del peatón… “¿cómo demonios se cruza esta calle?”. Tuve que hacerme la remolona para dejar que pasaran dos chicas que venían detrás, que –seguro que no, pero yo lo pensé- me miraron como si fuera idiota. Después de eso, y durante todo el año que estuve en Davis, crucé mil veces al supermercado por aquel semáforo (que no estaba en el fin del mundo sino bastante a mano) y siempre me hacía gracia pensar en aquel primer día y en que, ahora (es decir después) realmente, aquel semáforo, ¡era “normal”! Bueno y entonces, tras todo este rodeo, de lo que quería hablar era del “inconsciente óptico” de Walter Benjamin. Por contraste con la experiencia de las ciudades extrañas, pienso ahora en la experiencia de mi ciudad (Madrid o Davis o cualquier otra, cuando dejó de ser extraña): hay algo, al nivel de lo perceptivo-visual, que conocemos de manera inconsciente, y que es no sé si la base, el marco o el efecto de nuestra experiencia social del habitar. Según Benjamin, al ver, hay algo que al ojo le resulta inaprensible. Hay algo que no vemos en lo que vemos. Hay algo que no sabemos que conocemos en lo que vemos. Hay algo invisible incrustado en lo visible; un conocimiento no conocido inscrito en lo visual.---- Eso es el inconsciente óptico. La ida hace imaginar una profundidad normalmente invisible en la superficie misma de los objetos más banales, más cotidianos. ¿Puede la antropología urbana hacer consciente el inconsciente óptico de los habitantes de una ciudad? Benjamin habla de las posibilidades de la fotografía para ello. Quizá en su texto de los Pasajes él mismo también intenta un propósito parecido, cuando habla, por ejemplo, de las formas urbanas que el hierro y el cristal hacen posible, hablando, a través de esto, de la experiencia de la modernidad en el Paris del XIX. De cualquier modo, lo más parecido a tratar de atrapar el inconsciente óptico que está implicado en una experiencia del habitar la ciudad lo encontré en un libro que vi una vez en la librería del Reina Sofía. Un libro de fotografías que se titulaba “Hasta fin de existencias”. No lo compré (de lo que me arrepentí después), pero lo he buscado hace poco con el google y he visto que hay una página web donde hablan un poquito del libro, pero sobre todo donde pueden verse algunas de las fotos. Son de un fotógrafo llamado Leandro Lattes. La página es http://www.hfde.com/ (ojeadla, si podéis). Son fotos de elementos del mobiliario urbano de Madrid que están “en peligro de extinción”. Pomos, timbres, taburetes, escaparates, puertas, interiores de bares… Si las veis, no sé qué impresión os producirán. A mi esas fotos me pusieron delante, de repente, todo un mundo visible de formas urbanas que conocí y me pusieron delante también, igual de repentinamente, el hecho de que, efectivamente, esas formas urbanas están desapareciendo, y por eso ya parecen un poco “de un Madrid kitsch” –como lo definen en la presentación de la web. La pregunta es: ¿qué formas del habitar la ciudad desaparecen con esos elementos visuales, con esos objetos urbanos? Visto ahora desde la lectura del otro día, esos viejos timbres o escaparates madrileños pueden leerse como los pasajes de Paris…
PS. Ni idea de cómo se suben las fotos al final del texto... Una pena, pero lo dejo porque me eternizo. Las tenéis en la dirección que os dí.
Montse